Desde la torre de Babilonia he oído la canción sagrada,
por encima de todas las lenguas que el viento trae hasta mi terraza.
Desde la atalaya eché a volar, y no me seguía tu mirada.
Sobrevolé el mundanal bullicio de voces agudas y contumaces.
Tu voz había dejado de oírse: la llevo conmigo callada.
Cuando cruzé el regato negro pensé que volaba solo,
pero llevaba conmigo el miedo, la risa queda y tu voz guardada.
Desde lo picos nevados he visto el bosque cubrir el valle cálido.
Era una ciudad de árboles, poblada, extensa, densa y suave.
El mecer de las hojas bajo el viento era el hojear de mil libros,
y en ellos prendió tu voz y resonó sordamente por las laderas.
En aquel bosque me limpié del miedo y ya ligero volé hacia los puertos.
Pero en el puerto perdí la risa queda entre las peñas y los ásperos matos.
Pero el viento era limpio, y dejé que me lavase la mente
de los recuerdos de Babilonia, sus lenguas y su vida chillona.
Desde el cuerno de los quebrantahuesos he visto un bosque frío de agujas perpetuas.
Era áspero, callado, y tan cerrado que tu voz no pudo entrar donde quería.
Allí creí oír el eco de otra lengua, y venía de los ojos del monte.
Me posé en la boca de la cueva y miré a la montaña a los ojos.
La Tierra me escuchó, pero no me conocía. Entonces habló tu voz.
De la cueva salió un torrente que me impulsó hacia las nubes.
Del destello de la roca fresca había renacido la canción.
Torrencial canto de vida y esperanza, hablaba de los bosques y los pinos.
Cantaba de mi miedo y de los puertos, de mi espíritu y los valles.
Me habló del babel de las palabras, y recordé el inicio de mi viaje.
Desde la torre había de escuchar y desde la atalaya predicar
la canción sagrada contra los arroyos negros, por los bosques verdes y en los fríos puertos.
Plantaré los árboles en Babilonia, para que las gentes sepan
que la montaña los conoce, y que en su eterna canción ya suenan
las voces humanas, y en sus babélicas lenguas, cantan a la Tierra.
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