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sábado, 8 de septiembre de 2012

Ciudad

Ciudad de gente fría y suspicaz, como sus ventiscas que cortan cualquier amago caluroso bajo el sol picante de invierno.

Ciudad llamada Talmápolis: La ciudad donde no entran los desalmados. Es aún más triste pensar que sus habitantes tienen alma.

Desde el otoño el viento no se ha ido.
Cada día patrulla las avenidas limpiando los malos humos de sus habitantes, enfadados crónicos por el clima y la mala urbanización.
Qué fácil ser más alegre en los bulevares burgueses, ¿o no?
El brillo de la estación flota en partículas en la brisa y penetra a presión por mis sentidos apretados, ocluidos.
Dentro hace daño, la luz, la mirada y la no mirada, el ruido y la voz.
Cada estímulo es una gotera sobre mi glándula lastimosa: una cruz en árbol que crece conmigo bajo mi esternón.
Sus raíces abrazan y aprietan mi corazón, mis costillas. Mi estómago.
Sobre su tronco, que es mi antipiel, nacen letras llagadas, mensajes cifrados de la conciencia colectiva que todos oyen sin entender, y yo quiero entender y no oigo.
Las letras cambian mientras la glándula lastimosa sigue creciendo. Mantengo firmes las costillas, para que no me encoja.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Canción de la tierra

Desde la torre de Babilonia        he oído la canción sagrada,
por encima de todas las lenguas        que el viento trae hasta mi terraza.
Desde la atalaya eché a volar,        y no me seguía tu mirada.
Sobrevolé el mundanal bullicio        de voces agudas y contumaces.
Tu voz había dejado de oírse:        la llevo conmigo callada.
Cuando cruzé el regato negro        pensé que volaba solo,
pero llevaba conmigo el miedo,        la risa queda y tu voz guardada.
Desde lo picos nevados he visto        el bosque cubrir el valle cálido.
Era una ciudad de árboles,         poblada, extensa, densa y suave.
El mecer de las hojas bajo el viento    era el hojear de mil libros,
y en ellos prendió tu voz        y resonó sordamente por las laderas.
En aquel bosque me limpié del miedo    y ya ligero volé hacia los puertos.
Pero en el puerto perdí la risa queda    entre las peñas y los ásperos matos.
Pero el viento era limpio,        y dejé que me lavase la mente
de los recuerdos de Babilonia,        sus lenguas y su vida chillona.

Desde el cuerno de los quebrantahuesos    he visto un bosque frío de agujas perpetuas.
Era áspero, callado, y tan cerrado     que tu voz no pudo entrar donde quería.
Allí creí oír el eco de otra lengua,    y venía de los ojos del monte.
Me posé en la boca de la cueva        y miré a la montaña a los ojos.
La Tierra me escuchó, pero no me conocía. Entonces habló tu voz.
De la cueva salió un torrente        que me impulsó hacia las nubes.
Del destello de la roca fresca        había renacido la canción.
Torrencial canto de vida y esperanza,    hablaba de los bosques y los pinos.
Cantaba de mi miedo y de los puertos,    de mi espíritu y los valles.
Me habló del babel de las palabras,    y recordé el inicio de mi viaje.
Desde la torre había de escuchar    y desde la atalaya predicar
la canción sagrada contra los arroyos negros, por los bosques verdes y en los fríos puertos.
Plantaré los árboles en Babilonia,     para que las gentes sepan
que la montaña los conoce,         y que en su eterna canción ya suenan
las voces humanas, y en sus babélicas lenguas, cantan a la Tierra.