Me
despierto sobre una sábana blanca en medio de un campo helado. La escarcha cubre
la hirsuta hierba invernal. Pero no tengo frío, acurrucado entre los pliegues
de la manta -¿o era una sábana?-. El Sol se está elevando sobre las peñas
nevadas, y yo noto que la luz me sonríe. He vuelto a ser feliz. He vuelto.
Sin
pensar si hay otras personas en el mundo, canto. Canto para el Sol y la hierba,
pero sobre todo para mí. Me gusta cantar. Mi voz se eleva y yo gano poder y
sabiduría. Veo que mi cuerpo se ilumina, y la sábana pacífica comienza a ser
agitada por un viento espiritual, destilado de la mente humana, energía
alquímica de la Tierra y el Cosmos.
El Sol
se eleva más, y yo seguiré cantando. La sábana se sacude sus anclajes, y del
batir de su fibra mágica comienza a salir música. Toda la música.
El
viento sagrado me envuelve en un remolino de alegría donde mi voz se mezcla con
la de todas las canciones, y me doy cuenta de que estoy muy alto sobre el
suelo.
El
polvo de estrellas que me ilumina está dibujando sobre la sábana figuras de
trazos: son palabras. Y me doy cuenta de que la sábana puede ser infinita si yo
quiero. Y al leer las palabras he aprendido que puedo conducir mi sábana.
Y
conduzco flotando sobre los valles nevados, donde los antiguos edificaron
ciudades de piedra. Bajo mi mirada los vetustos pilares vibran en tono menor.
Sus acordes sublimes recogen toda la música que me envuelve para componer una
sinfonía caótica.
Es un
mensaje único y total de energía tan reveladora que la sábana, que ahora es
casi una nube iridiscente a mi alrededor, crepita y se descompone en una
bandada inabarcable de páginas. Son páginas blancas con grafos negros, y negras
con grafos rojos.
Y me
doy cuenta de que floto en el aire sin sábana, porque un par de alas grises me
sostienen sobre la corriente de música. Y me siento libre. Muy libre.
Libérrimo. Estoy eufórico y lo canto a todo pulmón, hasta hacerme dueño de la
sinfonía, o ella de mí.
Surco a
gran velocidad el mar de páginas y espuma musical, bruma de imagen y sonido. Podría
reconocer cada obra imaginada por un alma humana, focos organoeléctricos
animados por la chispa divina. En mi estela de turbulencias, las nubes de engendros
incorpóreos toman forma en la figura de un pájaro blanco, tan pesado que sólo
la energía espiritual de sus elementos lo sostiene en vuelo sobre el mundo.
Y me
doy cuenta, al posarme a lomos del pájaro, de que no podré seguir viviendo ni
mantener mi sueño si no regreso al mundo. Pronto surge de entre las nubes
oníricas una cumbre rocosa, sustancia misma de la realidad, y el pájaro vuela
hacia ella como atraído por el magnetismo profundo de una existencia plena.
Cuando
el pájaro posa sus zarpas, agudas como el ingenio, sobre la vetusta roca,
ordeno al viento que barra con melodía urgente el caos imaginario que nubla la
vista. La luz prístina del Sol descubre afiladas laderas y extensos valles por
los que la energía se derrama en arroyos cantarines. El pájaro agita sus alas
generosas sobre el país, haciendo nevar un polvo finísimo, agudo y poderoso
bajo el cielo despejado.
Y me
doy cuenta de que mi propósito era poder realizar esta siembra de estrellas y
ver alzarse esos árboles jubilosos que ya brotan y crecen y se abrazan para
formar un hermoso bosque vibrante de alegría, que se trasforma en pradera
florida al subir hacia la cumbre.
El
pájaro, al recibir de vuelta la música convertida en suave brisa perfumada,
eleva la cabeza al cielo y pronuncia por primera vez un canto alegre y sincero
de simple y total felicidad.
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