Tenía
diecinueve años, vivía con un colega en un piso oscuro y mi vida se
reducía a ir a clase y estudiar. La carrera había tomado velocidad de
crucero y era frustrantemente lenta, no tenía internet ni salía -no
había llegado la época de las redes wifi-, incluso había dejado de leer
libros. Mi aislamiento social llegaba a su máximo hasta entonces. Me
justificaba porque menos tiempo de estudio habría significado aún menos
aprobados, pero luego he comprobado que no era cierto: simplemente no
me gustaba socializar.
Vale,
aún tenía unos pocos amigos. Y fueron ellos (ellas) quienes notaron antes que
yo los síntomas de lo que sería una “enfermedad rara” que me daría
varios años de dolorosos paliativos, efectos imprevistos, quebrantos
familiares y educativos, curación costosa y en general una mierda de
calidad de vida. El hecho de ignorar los síntomas y tomármelo como algo
que se curaría solo, visto desde hoy, es un argumento más para volver a
fijar la mayoría de edad a los 21, tal era mi estupidez y capacidad de
autoengaño antes de esa edad.
Mi mayor compañía era la radio. Y un día escuché La pequeña muerte, de Lori Meyers
No es de las mejores canciones de Lori Meyers
(ni siquiera entonces, luego han mejorado en mi opinión), pero en aquel
momento el estribillo era el adecuado a mi estado emocional:
Es mejor ver el presente
No pensar más en la muerte
Seguiré contigo al lado
No pensar más en la muerte
Seguiré contigo al lado
Para
no pensar más en la muerte hay que haber pensado en ella en algún
momento. Esto me ayudó a darme cuenta de que estaba renunciando a
preocuparme conscientemente. En mi estupidez, me limitaba a sufrir las
molestias crecientes (“ver el presente”) encerrando el miedo en el
inconsciente. Es decir, tenía miedo. Incluso aunque la enfermedad no
tenía por qué ser mortal, yo temía que sí lo fuera (o en su defecto a
arruinarme al vida), pero me negaba a aceptar mi miedo, a tomarlo en
serio.
Y bueno, lo de seguir contigo al lado es el relleno amoroso de casi todas las canciones del mundo, no iba conmigo.
Había
que hacer algo. Empecé a ir al médico por los síntomas más dolorosos,
de origen confuso, obviando detalles importantes que resultaron ser los
que identificarían el mal. Durante el penoso proceso de pruebas, palos
de ciego y cierto trato de favor que acabó en el diagnóstico y las
primeras intervenciones -sencillas para los médicos pero muy molestas
para mí- me di cuenta de que mi enemigo era el dolor, no la muerte. Cada
nueva visita a una fría mesa de torturas en paños verdes me causaba un
terror que me hizo olvidar cualquier otro.
Como
leería después, los cambios que sufre un individuo con el tiempo son
tales que puede considerarse psicológicamente otra persona con los
recuerdos de haber sido la primera. La muerte del pasado, el final de
todo lo que significaba tu vida, está descrito en los tristes versos de Celtas
Cortos:
Ya no queda casi nadie de los de antes.
Y los que hay… han cambiado. Han cambiado, sí.
Mi tercera edad estaba muriendo, aunque no me di cuenta hasta después de que ocurriera y pude sentirme renacido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario