sábado, 16 de febrero de 2013

La muerte del pasado

Tenía diecinueve años, vivía con un colega en un piso oscuro y mi vida se reducía a ir a clase y estudiar. La carrera había tomado velocidad de crucero y era frustrantemente lenta, no tenía internet ni salía -no había llegado la época de las redes wifi-, incluso había dejado de leer libros. Mi aislamiento social llegaba a su máximo hasta entonces.  Me justificaba porque menos tiempo de estudio habría significado aún menos aprobados, pero luego he comprobado que no era cierto: simplemente no me gustaba socializar. 

Vale, aún tenía unos pocos amigos. Y fueron ellos (ellas) quienes notaron antes que yo los síntomas de lo que sería una “enfermedad rara” que me daría varios años de dolorosos paliativos, efectos imprevistos, quebrantos familiares y educativos, curación costosa y en general una mierda de calidad de vida. El hecho de ignorar los síntomas y tomármelo como algo que se curaría solo, visto desde hoy, es un argumento más para volver a fijar la mayoría de edad a los 21, tal era mi estupidez y capacidad de autoengaño antes de esa edad.

Mi mayor compañía era la radio. Y un día escuché La pequeña muerte, de Lori Meyers

No es de las mejores canciones de Lori Meyers (ni siquiera entonces, luego han mejorado en mi opinión), pero en aquel momento el estribillo era el adecuado a mi estado emocional:
  
Es mejor ver el presente
No pensar más en la muerte
Seguiré contigo al lado
  
Para no pensar más en la muerte hay que haber pensado en ella en algún momento. Esto me ayudó a darme cuenta de que estaba renunciando a preocuparme conscientemente. En mi estupidez, me limitaba a sufrir las molestias crecientes (“ver el presente”) encerrando el miedo en el inconsciente. Es decir, tenía miedo. Incluso aunque la enfermedad no tenía por qué ser mortal, yo temía que sí lo fuera (o en su defecto a arruinarme al vida), pero me negaba a aceptar mi miedo, a tomarlo en serio.
 
Y bueno, lo de seguir contigo al lado es el relleno amoroso de casi todas las canciones del mundo, no iba conmigo.
 
Había que hacer algo. Empecé a ir al médico por los síntomas más dolorosos, de origen confuso, obviando detalles importantes que resultaron ser los que identificarían el mal. Durante el penoso proceso de pruebas, palos de ciego y cierto trato de favor que acabó en el diagnóstico y las primeras intervenciones -sencillas para los médicos pero muy molestas para mí- me di cuenta de que mi enemigo era el dolor, no la muerte. Cada nueva visita a una fría mesa de torturas en paños verdes me causaba un terror que me hizo olvidar cualquier otro. 
 
Como leería después, los cambios que sufre un individuo con el tiempo son tales que puede considerarse psicológicamente otra persona con los recuerdos de haber sido la primera. La muerte del pasado, el final de todo lo que significaba tu vida, está descrito en los tristes versos de Celtas Cortos:
 
Ya no queda casi nadie de los de antes.
Y los que hay… han cambiado. Han cambiado, sí.
Mi tercera edad estaba muriendo, aunque no me di cuenta hasta después de que ocurriera y pude sentirme renacido.

No hay comentarios: