-¿Seguro
que no quieres hacerlo tú mismo? Esto es un acto muy simbólico, casi paternal.
-No es
necesario. A estas alturas el compromiso ya no es conmigo, sino consigo mismos,
con la Flota y la República. Tú mismo lo has visto. Cuando esto acabe, si acaba
bien, los que lo empezamos habremos cumplido nuestra misión con creces,
recogeremos los laureles y nos retiraremos sin causar molestias.
El
mariscal cesó su charla cuando el soldado elegido llegó al puente. Había sido
seleccionado entre los oficiales más comprometidos y motivados, asiduo del
grupo de teatro, el que tenía la mejor voz. El mariscal se había ocupado de
escribir personalmente la arenga que la tropa necesitaba después del fatigoso
viaje y la tensa espera hasta que el enemigo fue divisado. El oficial que en
adelante sería conocido como la Voz y reconocido por ella se acercó al aparato
con aplomo, como en el escenario, pese a que la comunicación sería sólo en
audio para no distraer toda la atención de los pilotos y soldados, que ya
tenían la vista sobre el enemigo distante.
Tras el
tono de conexión, comenzó:
-¡Soldados!
Hablo en nombre del mando de la Flota. Todos habéis recibido las órdenes. Sabéis
por qué estamos aquí: Hemos venido a defender la República contra el mayor enemigo
al que se haya enfrentado.
»El Mariscal nos lo ha enseñado:
Nuestras armas son los huesos de la República. No existen mejores soldados que
nosotros, porque sabemos quiénes somos: Somos la garantía de supervivencia de
un organismo mayor que todos nosotros. Juntos formamos la mayor civilización
conocida, y cada ciudadano confía en cada uno de nosotros para cumplir esa
misión, y las que vendrán.
»Sabéis que no existe mayor honor
que servir en esta Flota luchando por nuestros hermanos, ni mayor gloria que
morir por los camaradas. Si alguna vez fracasamos, persistimos en el objetivo.
Si morimos, nuestros compañeros ocuparán nuestro lugar. Hasta la victoria.
»Luchamos por nuestro mundo.
¡Adelante!
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