El hombre de fuego se convirtió al envejecer en un hombre de
hielo.
El gélido tirano no sólo había cambiado de nombre, también
de conducta, incluso costaba reconocerlo físicamente. Pero conservaba ese gran
poder que lo había hecho famoso como sembrador de mundos y destructor de
ciudades.
El poder puede desaparecer sin extinguirse, dejar de
manifestarse, o cambiar de uso. El poder trasformador que este hombre había
desarrollado en su juventud hasta el punto de extender el miedo animal entre
sus enemigos y la devoción mística entre sus seguidores se había ido
invirtiendo en preservar lo creado, mantener su obra, conservar la luz de su
antorcha. Hasta el punto de que su llamarada se congeló, y lo que había sido un
torrente de lava quedó detenido en coladas de roca fría.
Nunca dudó seriamente de sí mismo. A pesar de que ocupaba el
lugar de los señores de hielo a quienes conquistó, siempre tuvo el
convencimiento de que su estallido había sido una liberación para su universo y
que con ella había creado un paisaje mayor y mejor que el precedente. Y aunque
no fuera así, aún tenía otra razón más íntima y definitiva para legitimarse,
pues creía en el derecho de las estrellas como él en expandir su energía, crear
sus mundos y reinar sobre ellos hasta la morir de frío… o devorado por otra
estrella.
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