La
gente ya no tiene fe en casi nada. Cualquier institución es respetada
únicamente si tiene imagen de utilidad. Ni la Democracia, ni la Iglesia, ni la
Familia, ni la Empresa, nada está libre de ser despellejado cuando entra en una
deriva impopular, y el paso del despelleje al desguace depende de la propia
resistencia, del soporte de la institución. Dicha resistencia depende de su
popularidad y riqueza acumuladas.
La
misión tradicional de la Corona era la de gobernar, pero desde que la democracia
-o lo que se dio en llamar así- tomó el gobierno, la Corona se redujo a la que
había sido su razón de ser y lo sigue siendo: Perpetuar el orden establecido, y en corolario perpetuarse a sí misma como protectora de ese orden.
Normalmente tratamos salvarnos a nosotros mismos antes que sacrificarnos por
nuestra misión, pero incluso si el rey fuera altruista y se sacrificara por su
trabajo, éste consistiría en la conservación del Estado y sus estructuras de
poder.
Como
español nunca he sido contrario a la existencia de la Corona como una jefatura
del Estado vitalicia, incluso hereditaria. Tampoco me opongo a que sea electa,
pero no creo que esta sea esencialmente mejor, más legítima ni más eficaz que
aquella. No está escrito que la jefatura del Estado tenga que ser un cargo
político ni electo. En algunos estados este cargo coincide con la jefatura de
gobierno, pero podría ser -qué se yo- el presidente del Tribunal Supremo o un
cargo de plaza accesible por oposiciones, o una persona entrenada en el oficio
desde la cuna. ¿Alguien está seguro de qué contrato hace al titular trabajar
más y mejor? Mientras que un cargo vitalicio exige dedicación exclusiva e
intachable, el electo tiene en contra a quienes votaron por otra opción, como
no se cansan de decir quienes no querrían ver a expresidentes del Gobierno en
la Zarzuela.
La
Corona pierde popularidad hoy por la misma razón que lo hace la democracia que
aquélla patrocinó: gran parte del pueblo se siente abandonada en la pobreza. Es
por nuestro empobrecimiento por el que nos enfurecemos, no por el
enriquecimiento de diputados o reyes, ni por su existencia. El mismo
enriquecimiento ilícito que hoy anima al populacho a instalar guillotinas en
las plazas ocurría antes cuando todo parecía ir bien. La principal diferencia
es que ahora no hay piedad para nadie, y eso es especialmente grave para la
Corona porque se le exige ser perfecta para ser tolerada. Los hambrientos no
perdonan.
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