martes, 28 de mayo de 2013

Sobre la Corona



La gente ya no tiene fe en casi nada. Cualquier institución es respetada únicamente si tiene imagen de utilidad. Ni la Democracia, ni la Iglesia, ni la Familia, ni la Empresa, nada está libre de ser despellejado cuando entra en una deriva impopular, y el paso del despelleje al desguace depende de la propia resistencia, del soporte de la institución. Dicha resistencia depende de su popularidad y riqueza acumuladas.

La misión tradicional de la Corona era la de gobernar, pero desde que la democracia -o lo que se dio en llamar así- tomó el gobierno, la Corona se redujo a la que había sido su razón de ser y lo sigue siendo: Perpetuar el orden establecido, y en corolario perpetuarse a sí misma como protectora de ese orden. Normalmente tratamos salvarnos a nosotros mismos antes que sacrificarnos por nuestra misión, pero incluso si el rey fuera altruista y se sacrificara por su trabajo, éste consistiría en la conservación del Estado y sus estructuras de poder.

Como español nunca he sido contrario a la existencia de la Corona como una jefatura del Estado vitalicia, incluso hereditaria. Tampoco me opongo a que sea electa, pero no creo que esta sea esencialmente mejor, más legítima ni más eficaz que aquella. No está escrito que la jefatura del Estado tenga que ser un cargo político ni electo. En algunos estados este cargo coincide con la jefatura de gobierno, pero podría ser -qué se yo- el presidente del Tribunal Supremo o un cargo de plaza accesible por oposiciones, o una persona entrenada en el oficio desde la cuna. ¿Alguien está seguro de qué contrato hace al titular trabajar más y mejor? Mientras que un cargo vitalicio exige dedicación exclusiva e intachable, el electo tiene en contra a quienes votaron por otra opción, como no se cansan de decir quienes no querrían ver a expresidentes del Gobierno en la Zarzuela.

La Corona pierde popularidad hoy por la misma razón que lo hace la democracia que aquélla patrocinó: gran parte del pueblo se siente abandonada en la pobreza. Es por nuestro empobrecimiento por el que nos enfurecemos, no por el enriquecimiento de diputados o reyes, ni por su existencia. El mismo enriquecimiento ilícito que hoy anima al populacho a instalar guillotinas en las plazas ocurría antes cuando todo parecía ir bien. La principal diferencia es que ahora no hay piedad para nadie, y eso es especialmente grave para la Corona porque se le exige ser perfecta para ser tolerada. Los hambrientos no perdonan.

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