-¿Y ahora qué?
-Nago daba vueltas y más vueltas en el reducido espacio. Las paredes eran
trasparentes e insonorizadas, lo cual hacía el cubículo aún más incómodo y
desasosegante.
-Tranquilo, no
pueden retenernos mucho tiempo aquí. En unas horas estaremos libres del
calabozo y de la apestosa ciudad.
-¡Ya lo sé,
maldita sea! Pregunto qué va a pasar después. ¿Qué le piensas contar al Viejo?
¿Que hemos hablado con un siniestro tratante de células que quiere que le
entreguemos nuestra tribu al laboratorio? ¿Vas a contarle a tu mujer que el
cachorro sanará pronto de su mal congénito a condición de que detengamos la
plaga y Almuzsen se lleve el mérito?
-No me importa el
mérito científico, ni al Viejo tampoco. Sólo quiere seguir viviendo como todos
sus antepasados. Pero no nos vendrá mal
un poco de asistencia sanitaria moderna. ¿Miedo a las drogas? Venga ya, está en
su mano controlar el vicio, y gracias nuestra hábil diplomacia y a la terapia
génica, podrá vivir aún muchos años sermoneándonos sobre los peligros de la
ciudad desde su cueva.
»Y los niños… -continuaba Sul- cómo se nota
que tú no tienes. Para perpetuarnos necesitamos que sean más fuertes y más
listos que los colonos, ya que estamos en minoría. Quizá nos llevemos una
sorpresa si llega a haber parejas mestizas y nuestros genes son dominantes
sobre los suyos... El futuro ofrece tanto buenas posibilidades como malas, y
esperar a que llegue sin actuar, es dejar que otros elijan por nosotros. Todo
eso es lo que voy a decirle al viejo y quiero que tú me apoyes como hasta ahora.
-Desde una
mazmorra las cosas se ven distintas. Recuérdame por qué no hablamos con otros
laboratorios. ¿No podríamos dejar correr la noticia y dejar que compitan en
ofrecernos mejores condiciones?
-Es una opción,
pero no estamos seguros de hasta qué punto necesitan de nosotros. En mi peor
pesadilla, el gobierno nos esclaviza como ratas de laboratorio a cambio del
exterminio o la esterilización. Debemos mantenernos a la sombra, presentarnos
como una cura antes de que se corra la voz de que somos la fuente de la plaga. Almuzsen es el mejor, si le prometemos la exclusiva nos
convertimos en su tesoro, y tiene todo a su favor para hacerse con la patente y
ganar dinerito. En caso de que intente jugárnosla de alguna forma, acudiremos a
la competencia o al contrabando, cosa que sabemos hacer bien.
Nago apoyó la frente contra la pared vítrea.
-Es una apuesta arriesgada.
-Nunca dije que no lo fuera. Volveremos a hablar con Roy para
confirmar los términos antes de irnos, quieran estos pistolas o no.
-Parece que quieren. Aquí nos lo traen.
***
Por la estrecha visual del pasillo se acercaba el guardia, llave en
mano, acompañado por una versión insomne
y agotada de Roy Almuzsen, pero con la misma sonrisa de comercial que
está a punto de cerrar un negocio. Traía bajo el brazo su parte del trato, y
les realizó la presentación allí mismo como si estuviera en una feria de
captación de inversores. Pidió al guardia que desconectara la insonorización
para hablar con los reos.
-… y sus gratificaciones colectivas incluirán toda la gama de
productos de uso doméstico y cosmético que deseen, así como fármacos bajo la
correspondiente prescripción médica independiente. Atenciones individualizadas
incluirán tratamientos celulares para males congénitos, implantes regenerativos
y un lote limitado de prótesis ciborgánicas multifunción.
Sí, igual que las que lleva la señora.
-¡Apártese de los detenidos! -La señora Saldeston hizo su aparición por
el lóbrego pasillo en compañía de dos gruesos escoltas, señalando
amenazadoramente hacia el investigador.
-Como les decía, -siguió Roy fingiendo indiferencia- nuestra querida
Secretaria de Seguridad porta un modelo COm6 de muñeca, que ahora mismo es visible
en forma de arma -los indígenas retrocedieron asustados-, pero que también
incorpora funciones de identificador e incluso de inhibidor frente a otros
identificadores, según ella misma me encargó personalmente en su día,
asegurándome que evadir los controles policiales en su caso era totalmente
legal.
-Cese ya su petulante verborrea, Almuzsen -contestó ella sin bajar el
arma-. Y aléjese de mis prisioneros.
-Precisamente -terció el anodino guardián del calabozo- sólo quedan
cinco minutos del tiempo legal de visita.
Todos le ignoraron.
-Estos alienígenas han violado el Reglamento de Separación y deben ser
expulsados -seguía ella.
-Llega usted tarde, Saldeston -siguió el petulante verborraico-. Estos
señores y yo ya tenemos un trato. En realidad, aunque hubiera llegado aquí
antes que yo para expulsarlos, yo mismo o alguien del laboratorio podría
visitarlos en la selva, una vez captado nuestro interés por lo que tienen que
ofrecernos. Su triste Reglamento nunca me pareció muy eficaz, si quiere mi opinión.
-Guárdese su opinión. Usted no sabe el peligro que los gatos
representan.
-¿Y por qué no me lo dice? ¿Por qué no nos lo explica a todos?
Saldeston miró a su alrededor, a los dos escoltas y al carcelero.
-Cuatro minutos.
-¿Podemos entrar el caballero y yo en la celda insonorizada? -le
preguntó ella al reloj humano.
-Durante tres minutos y cincuenta.
Entraron. Ella les hizo una seña a sus escoltas para comprobar la
insonoridad.
-Usted está jugando con fuego, Almuzsen. Nos pone en peligro a todos
trayendo paseando a los indígenas por la ciudad como si tal cosa, como si no
fueran contagiosos.
-¿Lo somos? -cortó Nago- Quiero decir ¿ustedes saben que lo somos?
Saldeston se resignó a hablar.
-Hace muchos años que se dieron casos aislados de lo que ahora
conocemos por el mal de Wen entre exploradores tras sus viajes a la selva, y
también entre los barrios más marginales de la colonia, que eran los que
estaban en contacto con los aborígenes por ese entonces. El gobierno sumó dos y
dos, estableció el régimen de separación y expulsó a los indígenas. El mal no
es muy contagioso salvo por contactos prolongados, pero si las esporas entran a
las vías internas puede ser mortal.
-¿Por qué no se buscó la cura entonces? -protestó Sul.
-Políticamente era mucho mejor tener una causa que justificara la
separación. Y nos ha ido muy bien así -añadió mirando a los gatos sin ningún
pudor por sus palabras-, cada uno por su lado. Sin contagios, sin mezclas, sin
problemas.
-Aunque sea a costa de mantener latente un peligro para el resto de la
humanidad -acusó Roy.
-El tráfico interplanetario de pasajeros indígenas es inexistente.
Salvo por aquél estudiante becado… el Secretario de Educación cometió un error
por desconocimiento. Cuando quise traer
al gato de vuelta, el mal ya estaba hecho.
En realidad el error era de ella por no haber advertido a tiempo al
Secretario de Educación, pero no lo dijo.
-Ahora que la situación está totalmente clara -dijo Roy en tono
concluyente- y la señora parece haberse calmado, creo que podemos salir de aquí
y comenzar a trabajar en la solución de este lío.
-No tan rápido -Saldeston volvía a levantar la voz-. Acabo de reunirme
de urgencia con el Gabinete, y tienen que saber que sólo vamos a autorizar la
investigación con estas condiciones: La titularidad de la patente será del
Gobierno de Nora -Roy se llevó una mano a la cara- quien encargará el
desarrollo de los tratamientos a Laboratorios Almuzsen en colaboración con
voluntarios indígenas, quienes no recibirán ninguna clase de arma en gratificación.
Fijaremos el precio y las condiciones de comercialización, con unos generosos
honorarios para ustedes, como siempre hacemos
-¿O si no? -Se le había quitado la verborrea de repente.
-Encontraremos algún motivo para investigar sus experimentos al borde
de la legalidad, su contrabando de especies o… qué sé yo, quizá surja una
amenaza ficticia que aconseje nacionalizar su sector armamentístico.
Tras dejar a Roy noqueado, hizo otra seña a los de fuera y salió,
arrastrando consigo al doctor.
-Se han pasado casi veinte minutos ahí dentro -protestó el carcelero.
-Y por cierto -Saldeston le volvió a ignorar y habló a los dos gatos:
-El Reglamento de Separación sigue en vigor. Ahora, tenemos muchos
documentos que firmar.
Sul y Nago se miraron resignados, pero contentos. Si el proyecto tenía
éxito, pronto dejaría de haber motivos reales para la separación.
***
Roy Almuzen supervisaba la sala donde trabajaba una joven morena y de
belleza contundente. Su cabello ondulado caía suelto sobre la bata blanca,
recogido en las orejas para no estorbarle la vista mientras trataba. Le estaba
extrayendo una muestra de piel para biopsia a una niña con el dorso y las
extremidades oscuras y la barriga blanquecina. Un rabito se agitaba nervioso
tras de ella cada vez que la mujer hurgaba en su escarificación anestesiada, y
un par de llamativas orejas felinas, las mismas que los adultos norios nunca se
atrevían a mostrar, coronaban su cabecita.
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