La niña estaba sentada sobre el muro.
En su regazo doblado a lo indio, a medio metro sobre el suelo, apoyaba una carpeta blanca.
Y sobre la carpeta, manejaba un teléfono con el que despachaba mensajes al cosmos.
Cuando levantó la mirada, el semáforo cambió, la niña se levantó, y al ocultarse sus piernas bajo la falda el flujo de tráfico se detuvo.
Presos tras un dique de rayas blancas, seis mil kilos de acero rodado gruñían al paso de la melena.
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